Un montón de nuncas

Esto también pasará

Por Juanito Vilariño

«En la columna anterior conté el final. Es decir, el tiempo donde estoy parado ahora. Pero no se puede entender este extremo desconociendo el opuesto. Entonces quiero retroceder hasta el principio, al germen del viaje. Volver al fondo, aunque nadie me lo pidió.

Era 2005 y llegué de claro y de lleno a Barcelona. Pienso que me fui de aquí a jugar a los escritores, porque, borracho del boom latinoamericano en la literatura de los 60’s y 70’s, la ciudad representaba para mi aventura y un paraíso prometido.

También allá, y mucho antes, había perdido la dignidad de caballero andante el Quijote.

Por otra parte, y además de una suculenta vida cultural, Barcelona ofrecía en bandejas de plata la santa trinidad de los placeres, poco conocida para un provinciano argentino de mediados de los 2000’: Noche, sexo y anonimato.

Fue mi hermano Pablo el que me invitó a pasar un mes en su casa, mientras yo arrancaba el primer año de Letras. Él trabajaba en bares todavía, y había llegado casi por accidente a las orillas del Mediterráneo. Me prometió que el lugar me iba a volar la cabeza, y ahora no podría negarle que tenía razón. Tanto se me voló, que perdí el pasaje de vuelta, y el mes inicial se convirtió en siete años.

Estábamos en agosto. Apenas bajé del bus, me di de hocico con la boca del Carrer de La Mercé, la callecita del barrio gótico donde viviría durante los dos años siguientes. Oscura, estrecha, y que encañona los ruidos nocturnos haciendo que el que quiera habitarla lleve una existencia de insomnio.

El gòtic era en ese momento uno de los rincones más cosmopolitas del planeta, aunque suene trillado. Un hervidero de personajes pintorescos y canallas buscando algo que se les había perdido, o que no habían tenido jamás en sus propios pueblos. No sé si lo sigue siendo, pero a veces lo extraño. A pesar del alboroto y del perfume amoníaco de verano que se pone por las noches.

Europa. La humedad y el calor, mi oído sobrecargado intentando adivinar las mil lenguas distintas que se desenvolvían por la calle. Las etnias del mundo representadas, el inconfundible aroma de la piedra envejecida por los siglos, las luces del puerto reflejadas en las fachadas y el cambio de paladar para entender la fiesta del comer.

Fue un tiempo lleno de primeras veces. Tenía dieciocho años y nunca había volado en avión. Cargaba otro montón de nuncas en la valija.»

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