Incendiarias

De Cutusú

Para Agus

La casa de San Lorenzo estaba cercada con alambre y una especie de ligustrina que hacía imposible mirar hacia las calles de piedra. Un portón eléctrico de rejas pintadas de marrón para la entrada familiar, y, por el acceso de la calle Leopoldo Lugones, un portón de rejas marrón siempre cerrado con llave porque esa puerta era para las visitas, además la Liliana con su delantal verde tardaba tanto en ir a abrir. Después, había un caminito de cemento que rodeaba todo el terreno porque mi abuelo Leonardo nos regalaba a los nietos muchos aparatos eléctricos para andar y en el pasto era difícil. Al principio fueron autos y motos a baterías, después monopatines y todo terminó en un cuatro ciclo a motor que me dejó tres días sin saber cómo me llamaba después de un golpe. Seguido al caminito de cemento, estaban uno a uno plantados los pinos. Como crecían rápido, al Nono le pareció una buena manera de llenar este terreno vacío. Y cada cuatro pinos, Ariel, una especie de jardinero que además jugaba al fútbol con los primos, hacía una montaña enorme de piñas y las hojas que caían. Como en la casa no había chimeneas y los asados se hacían con carbón comprado, esas montañas de piñas y hojas vivían eternamente al pie de algunos pinos.

Un domingo, después de comer asado hecho por mi tío Carlos y de postre helado de frutilla a la crema, nos fuimos a buscar moras con mi prima Agus. Al rato nos aburrimos y, con las manos manchadas de púrpura, entramos a la cocina a robar fósforos porque teníamos un plan. Salimos sin que nadie se diera cuenta de nosotras, los grandes tomaban café y comían los chocolates que mi abuela Susy sacaba solamente los domingos. Agus era siempre más valiente que yo, pero de algún modo cuando estaba con ella yo me hacía un poco más rebelde y menos niña que escribía cuentos en su diario de hojas perfumadas. Con el corazón latiendo a mil, llegamos a la primera montaña de hojas de pinos. Agus tiró un fósforo. Fuego. La diversión empezó porque en menos de un minuto todo ardía en llamas. Risas y esperar a que se apague el fuego para ir a buscar otra montaña marrón. Así estuvimos un buen rato por todo el camino de los pinos, sintiendo el calor de fuego, el humo y la adrenalina de saber que nos podíamos quemar. El último montoncito estaba muy cerca del portón eléctrico. Tiramos el fósforo y vimos entrar el auto de mi tío Martín. Entonces nos asustamos y salimos corriendo.

Correr, escondernos del mundo, desaparecer hasta que algún otro primo hago algo peor que intentar quemar todos los pinos del jardín. Nos escondimos adentro del placard del cuarto de Agus y estuvimos en silencio tratando de escuchar si los grandes estaban demasiado enojados con nosotras. Pensamos que podíamos vivir ahí adentro, robando comida de la despensa. Al cabo de un par de días la familia se iba a preocupar por nosotras y, al encontrarnos, nos darían todos los chocolates y caramelos que mi abuela Susana guardaba con llave. No habría retos ni caras enojadas, por eso mientras más tiempo pasaba era mejor. Los minutos parecían horas, pero como nuestro escondite no había sido tan ingenioso nos encontraron sin mucho esfuerzo. Mirar al piso, no hacer comentarios, pasar desapercibidas. Desaparecer.

Nos llevaron a la mesa llena de papeles de chocolates y tazas de café vacías. Un murmullo general y cuando llegamos, silencio sepulcral. Caras de enojo. Miradas. En el medio nosotras dos tratando de saber quién estaba de nuestro lado y quién nos daría un discurso de moral y buenas costumbres. Mi tío Martín pitando un cigarrillo Marlboro nos dijo: “Incendiarias, podrían haber incendiado todos los pinos del jardín”.

No hubo ninguno de los castigos que no habíamos imaginado, pero la palabra “incendiarias” se repetía en nuestras cabezas y entonces tuvimos que hacer un esfuerzo gigante para no reírnos. No nos miramos hasta salir del comedor porque sabíamos la carcajada que eso produciría, pero al llegar a cerrar con llave la puerta del cuarto hubo risas fuertes. Después imitamos mil veces la escena que nos valió ese apodo y entonces nos dolía el estómago de tanto reírnos.

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