Por Padre Oscar Ossola
Cura Párroco de San Lorenzo
La gran fiesta de la Navidad, que hemos celebrado pocos días atrás, nos revela el tremendo amor de Dios por la humanidad: un Dios que envía a su propio Hijo para que, naciendo en Belén, asuma todo lo humano y así pueda reconciliar lo humano con lo divino. Jesús de Nazareth, Dios y hombre verdadero, conocerá y vivirá la pobreza y al mismo tiempo el amor exquisito del hogar de María y de José, será
acunado por ellos, crecerá envuelto por el amor de sus padres, aprenderá de ellos lo que significa el esfuerzo y el trabajo de cada día, verá su ejemplo cotidiano de amor al prójimo y al mismo tiempo admirará su fe y confianza en el Buen Dios.
Entre los primeros testigos del nacimiento de este Niño Dios y de la humilde grandeza de su Sagrada Familia, aparecen los tres Magos de Oriente. El Evangelio según San Mateo nos relata en su capítulo segundo: “Cuando nació Jesús en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo…”. El sanguinario y envidioso rey Herodes se muestra interesado y les allana el camino para que encuentren al Niño Dios, entonces agrega San Mateo: “… y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su adre,
y postrándose le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino”.
Hasta aquí el relato del Evangelio. Los primeros cristianos siempre reconocieron en estos 3 misteriosos personajes de Oriente el llamado de Dios para que todo hombre y toda mujer, más allá de su creencia, religión, cultura o condición, descubran en Jesús la presencia salvadora de Dios. Un Dios sin fronteras, sin muros, sin grietas… Un Dios que busca y recibe con los brazos abiertos a toda persona de buena voluntad, porque justamente vino a salvar a todos, como dirá Jesús en su diálogo con el anciano Nicodemo (capítulo
tercero del Evangelio según San Juan): “…Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” “Observando la estrella, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se habían puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús y ofrecerle dones: oro, incienso y mirra.
También estos regalos tienen un significado alegórico: el oro honra la realeza de Jesús; el incienso su divinidad; la mirra su santa humanidad que conocerá la muerte y la sepultura. Contemplando esta escena en el pesebre, estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano tiene de ser evangelizador. Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor”.
Así reflexiona el Papa Francisco en su reciente Carta Apostólica “Admirabile signum” sobre el significado y valor del pesebre. Y estas palabras traen a mi memoria otras del ahora emérito Papa Benedicto XVI: “Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado”.
Esto nos marca la profundidad y actualidad de los Magos de Oriente, nuestros queridos Reyes Magos. Lógicamente su fiesta nos trae hermosos y tiernos recuerdos de nuestra infancia, al tiempo que los revivimos en la inocencia y el asombro de nuestros niños. Esa capacidad de asombro, que para nosotros adultos es un don espiritual, es la capacidad de reconocer, apreciar y disfrutar los muchos regalos de Dios, la belleza y las maravillas de la creación, de las personas con quienes convivimos y el misterio del Reino de Dios dentro e
nosotros y en nuestro entorno.
De todo esto nos hablan, sin palabras, los Reyes Magos. Los Magos también nos enseñan que se puede comenzar desde muy lejos para llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y peligroso viaje que los lleva hasta Belén. Una gran alegría los invade ante el Niño Rey. No se dejan escandalizar por la pobreza del ambiente; no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo. Ante Él comprenden que Dios, igual que regula con soberana sabiduría el curso de las estrellas, guía el curso de la historia, destronando a los poderosos y elevando a los humildes. Y ciertamente, cuando volvieron a su país, habrán contado este encuentro sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del Evangelio a todos los pueblos.
Queridos y santos Reyes Magos, queridos Melchor, Gaspar y Baltazar: también nosotros queremos pedirles regalos, muchos regalos…
Regálennos, por favor, la capacidad de imitarlos en su búsqueda incansable de Dios, de no desanimarnos ante las dificultades y cansancios de cada día, la capacidad de reconocer y adorar a Dios en cada persona que está a nuestro lado. Quisiéramos que en este inicio el nuevo año abran sus míticos y resplandecientes cofres y nos regalen a todos los salteños y argentinos tesoros inmensos de honestidad y trabajo, de capacidad de esfuerzo y solidaridad, para no renunciar al sueño de tender puentes y crecer como hermanos.
¡Gracias queridos Reyes Magos!