La isla de Verda

Por Lola

La isla de Verda era la capital de ese racimo informe de porciones de tierra flotantes unidas por cinco puentes colgantes que la comunicaba con las demás islas del Archipiélago Fantástico. Sus imponentes fiordos y acantilados eran su mayor atractivo desde antes de que los dioses decidieran poner vida en ellas. Por el poniente, verdes bosques tupidos contrastaban con vastas playas bañadas por un océano tan cristalino como traicionero donde, en sus épocas de esplendor, los pequeños botes navegaban pescando dikeres, peces pequeños pero carnosos que luego eran vendidos en los puertos del reino. Fueron años de abundancia y plenitud, en los que los niños jugaban disfrutando de los veranos largos y los adultos de las fiestas del pueblo.

Alysa, una joven de cabellos rojos como el fuego y ojos ambarinos, era admirada por su belleza; una figura delgada, casi etérea, le daba una apariencia vulnerable tras la que escondía su verdadero carácter guerrero. En ocasiones su mente vagaba en sueños, o eso creía ella, solía despertar desconcertada y angustiada luego de verse a sí misma un poco más avejentada quizá, pero definitivamente más triste. Llegada la edad en que las jóvenes se desposaban, había resistido la idea de unir su vida a la del entonces príncipe Geiger. Aun así, su padre, Kudo, un honorable pero severo caballero de la isla de Maisa, no admitió objeciones a sus órdenes y poco tiempo después, unieron ambas familias en una ceremonia tradicional en la capital, para contrarrestar la fuerza creciente de Zarnik, caballero de la isla de Terfil. Siempre acechando y esperando la oportunidad de acceder al trono de una manera o de otra.

Según el mandato de los dioses, Geiger fue coronado rey frente al pueblo de las cinco Islas que integraban el archipiélago y, como tantas veces había escuchado decir a su padre, el amor llegó con el tiempo y Alysa finalmente le dio un hijo a Geiger, al que llamaron Andor. El pequeño heredero creció sano y fuerte, aprendiendo de su padre, quien entre juegos lo aleccionaba para un futuro como rey de Verda.

Sin embargo, en las largas conversaciones que mantenía con su madre, Andor le confesaba su secreta ilusión de recorrer otros reinos y convertirse en un guerrero. El reinado del rey Geiger era indiscutido, pero diez años después su popularidad había decaído ante la infelicidad que envolvía a su pueblo; la hambruna y la peste estaban llevándose a su gente de a decenas. Los niños habían dejado de reír entre juegos de arena. Ni los sabios más sabios podían contener la peste que asolaba a la isla.

Un rey atribulado, inclinado sobre el amplio balcón de su lujosa estancia, parecía mirar un punto fijo en el horizonte, allá donde el mar desaparecía, dando golpecitos con su anillo contra el barandal de bronce y hierro, como buscando una respuesta, aquella que ni los ancianos de su reino parecían encontrar. Perdido en sus pensamientos se sobresaltó al escuchar cerrarse la pesada puerta de sus aposentos, pero rápidamente la mano de su amada reina lo tocó reconfortándolo, ofreciéndole una mueca parecida a una sonrisa, volviendo ambos la mirada silente y resignada a ese mar embravecido que azotaba sus olas contra las rocas afiladas del Acantilado De Las Almas, como presagiando un final inevitable.

Alysa era una reina amada y justa, pero pese a su estoicismo cargaba un dolor que horadaba  día a día su alma desde el momento en que todo había cambiado para siempre, cuando Andor, el hijo de ambos había sido exiliado a los catorce años por deshonrar al rey al negarse a contraer matrimonio con la hija de Zarnik, Elea. Alysa nunca olvidaría aquel atardecer cálido, en el que reunidos los consejeros de la corte real, se decidió que el príncipe Andor debía ser expulsado del reino para mantener la paz del pueblo. La decisión era inapelable. Geiger mantuvo férreamente la compostura ante sus consejeros pese al desgarro que lo atravesaba, su honorabilidad le impedía oponerse a la voluntad de la corte. Alysa intentó alzar la voz con desesperación, detener esa locura, gritar que perdería a su único hijo. Era la reina y arrojaría por los acantilados a Zarnik y a cada hombre que se interpusiera en su camino, a Geiger si era necesario. Lívida de furia se abalanzó como una fiera hacia su marido, enceguecida de dolor intentó llegar a él para matarlo, para suplicarle, no sabía bien para qué, era su padre y estaba permitiendo que le arrancaran a su único hijo de su lado, su dulce niño. En un solo movimiento, uno de los guardias reales la tomó con fuerza, inmovilizándola hasta que Alysa sintió como si la vida abandonara su cuerpo, cayendo en una negra espesura. Lo primero que vio al despertar fue la cara de Geiger, hablándole dulcemente entre lágrimas, diciéndole que la amaba, que se sobrepondrían. Alysa parpadeó rápidamente tratando de entender las palabras de Geiger hasta que una puñalada de dolor le recordó lo sucedido y solo pudo llorar quedamente, sabiendo que nunca serían los mismos.

Zarnik, al ver despreciado su linaje escaló el acantilado De La Almas y alzando su bastón de ónix hacia los cielos invocó a Fraggi, dios de la venganza, dirigiendo un rayo cegador hacia el océano, provocando una explosión tan poderosa que hizo volar los barcos pesqueros por los aires y mató cada pez del océano mientras olas gigantescas arrasaban con las costas y, enloquecido de odio, escupió la maldición más cruel sobre los habitantes de Verda: todos morirían de hambre y la peste se llevaría sus hijos acuciados por la fiebre.

La desolación invadía Verda cada día con más fuerza, los reyes, impotentes, esperaban que Zarnik provocara una revuelta y tomara el trono de un momento a otro. Su pueblo había sufrido demasiado y no podrían resistir mucho más con su población diezmada y moribunda.

“Quizá lo más prudente sea rendirnos ante Zarnik y someternos a su poder”, pensó Geiger desahuciado. Con resignación, había mandado llamar a Alysa para que juntos comunicaran su decisión a los consejeros. Su reinado llegaba a su fin. Los ojos de Alysa, suplicantes y arrasados por las lágrimas, miraron a su rey por última vez. Caminaron lentamente, tomados de la mano como quien camina al cadalso. Los consejeros acataron la voluntad de Geiger a sabiendas de que no había otra decisión posible y Zarnik lo sabía. De hecho, los esperaba con satisfacción y una sonrisa socarrona en una de las terrazas de su castillo de piedra, mirando desde lo alto su futuro reino.

El cielo, particularmente plomizo, parecía acompañar el ánimo de Geiger y Alysa mientras cruzaban el puente colgante que los llevaba a la Isla de Terfil. Estaban a un kilómetro del castillo de piedra cuando ocurrió. Como un portal de luz, el cielo oscuro se abrió de par en par dando paso a lo más asombroso que se hubiera visto jamás. Llovían flechas de fuego sobre el castillo de piedra, los pueblerinos corrían aterrados para resguardarse, Geiger, sorprendido
por el estruendo tomó a una extrañamente serena Alysa de un brazo, arrastrándola para desandar el puente, pero ella no podía quitar sus ojos del cielo. Su tranquilidad lo decía todo, o casi todo, con firmeza tomó la cara del rey Geiger para que girara hacia lo alto y viera a su hijo. Andor iba montado sobre un caballo con alas de fuego, lanzando flechas ardientes hacia Zarnik y tomando por sorpresa a su ejército que huyó despavorido ante ese infierno que se cernía implacable. Con los ojos desorbitados por la ira, Zarnik alzó su bastón hacia el cielo, lanzando un rayo interminable y luminoso hacia Andor, quien anticipando el ataque cubrió su cuerpo con un escudo de metal ardiente provocando que la descarga devolviera el embate a Zarnik, el que, tambaleándose mientras su cuerpo ardía, cayó por el acantilado destruido para siempre al igual que su maldición. Ahora Verda tenía por fin el héroe que su pueblo merecía.

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