Por Agustina Ernst Saravia
El patio de la casa de mis abuelos tenía piso blanco, a veces paredes rosa viejo, otras eran color salmón, ventanas que daban luz y aire al comedor de diario y la cocina, también cuatro puertas de vidrio que comunicaban al comedor principal; lo que hacía especial ese espacio era el cantero enorme de venecitas violetas, en el que mi abuela plantó una Costilla de Adán, regalo de Lelia, su concuñada. No era una planta más, era el homenaje de una mujer agradecida a la amiga que la recibió con amabilidad cuando era la joven entrerriana recién casada que llegó a vivir a esta ciudad. Fueron cómplices y confidentes de historias que nunca trascendieron.
Lelia era generosa en cuerpo y alma, quedó viuda muy pronto, a pesar de ello siguió siendo divertida y ocurrente, de voz potente y carcajada contagiosa. Sólo ella lograba que mi abuela dejara de lado la seriedad y un dejo de nostalgia que la caracterizaban para sacar la chispa que tenía oculta.
No recuerdo cuándo murió Lelia, yo era muy chica, seguro fue cuando mi abuela le puso mayor dedicación a las Costillas de Adán. En los días soleados se veía el arcoíris formado por el agua de la manguera que regaba no solo la tierra sino también las enormes hojas verdes, brillantes y carnosas con forma de corazón. Crecieron tanto por los cuidados que les brindábamos que se adueñaron del patio.
A veces, veo en algunas casas esas plantas ignoradas por sus dueños, agonizantes, las hojas mustias suplicantes de agua y sombra, es cuando valoro el empeño que pusimos para mantener viva la memoria de Lelia.
Con los años la casa de mis abuelos no solo fue perdiendo los colores, sino también a sus ocupantes. Se apagaron las últimas luces del lugar, ya vacío, sólo quedaron las Costillas de Adán, testigos silenciosos de las vidas que pasaron por esos muros.
