Por Cutusú
Mi oficina tiene olor a bosta mezclada con viruta, en la esquina a la derecha hay una pizarra blanca con el orden que voy a usar mis caballos. Cada veinte días viene el herrero a desvasar las patas y las manos de las yeguas y a ponerles herraduras nuevas, algo así como cuando las mujeres se hacen los pies y las manos, pero mucho más caro. Todos los días el veterinario revisa mis caballos, es parecido a una terapia intensiva donde cada mañana pasa el médico de ronda a hacer un chequeo a los enfermos, pero mis caballos están enteros. Si tienen algún dolor, se lo tratan y se lo curan, o se los larga al campo. Entran a los boxes, comen, tienen el pelaje lustrado gracias a los petiseros. Salir a variar a las seis de la mañana en invierno y estar atentos a cada uno de mis movimientos para acercarme la yegua indicada en la mitad del chukker es un oficio de valientes. Soy el último eslabón, pero atrás de mí hay una cadena de personas que todos los días trabaja para que yo juegue al polo.
Tengo lesiones en músculos que no sabía que existían. La última temporada un calambre en el aductor derecho me dejó afuera de la Copa de la Reina. Todos los periodistas deportivos se divirtieron diciendo que mi retiro estaba cerca. Es que a los 46 años es raro seguir jugando, dicen que tengo que dejar las canchas en lo más alto. Cada vez que termina Palermo me preguntan si voy a seguir, respondo lo mismo: si mi equipo me acompaña voy a dar batalla. Este año es distinto porque juego con Poroto, mi hijo, y los nervios los siento por él. Faltan 24 horas para la final: María baila entre los clones de la Cuartetera. En silencio agradezco tenerla a mi lado, tantas valijas hechas y desechas, el colegio virtual para los chicos, miles de comidas con gente aburrida y aguantar mi locura. Me río, se ríe y le digo que ella es la única original entre tantos clones. Tomamos mate amargo y escuchamos relinchar a la Claudia y después a la Roxy, entonces del box del fondo le responde el Clon 3 de la Cuartetera, saben que mañana van a ser mis piernas.
25 años seguidos con diez goles de handicap me obligaron a ponerme traje, corbata y zapatos que son incómodos, para esos eventos donde mujeres viejas te saludan y sentís el olor a naftalina de sus tapados de piel. Busco el momento en donde mi huida (entre tanto champagne y bocaditos de salmón) pase desapercibida. Aunque haya jugado en el mismo equipo que el príncipe Harry y me haya entregado la copa la Reina Isabel con sus guantes blancos y toda vestida de rosa, estoy más cómodo en mis caballerizas. La tarde se hace corta después de una práctica de equipo donde decidimos qué caballo va mejor para cada jugador. Entre mate y mate se van armando las listas porque después, en Palermo, no podemos cambiarnos los caballos.
Las mujeres de la tribuna de Palermo se visten como para ir a un casamiento y en mi palenque no se quedan atrás. María es una diosa con su pelo suelto, su vestido de lino blanco y sus brazos musculosos. Es la primera en abrazarme cuando termina el partido y la que más entiende mi silencio cuando pierdo. Y, aunque sea diciembre y estemos en Buenos Aires, yo uso medias y campera, quizás el frío se cuela en mi cuerpo por las lesiones. Es gracioso que todos vengan a verme jugar tan bien vestidos y yo con mi cuello de polard en la cabeza. Creo que lo más raro que hice en Palermo fue cuando La Dolfina jugó con la camiseta de Nueva Chicago y a las tribunas de Dorrego fue la barra brava de mi equipo. En mi palenque ha alentado Maradona y al de los Pieres va gente más prolijita.
7 chukkers escuchando a Martín Garraham hablando de mamá Cecilia y del buen polo de los hermanos Pieres. Los aficionados de este deporte tienen paciencia con los comentaristas de los partidos. Por suerte, estoy adentro de la cancha y cuando reconozco la voz de alguien en la tribuna que grita en mi contra me dan más fuerzas para hacer un gol.