Gabriela Mistral puso en alto la literatura de américa. Si no la conocías, este verano puede ser mejor con los poemas únicos de esta autora chilena.
por Hernán Díaz Arrieta
Extraño caso, no sólo en nuestra tierra, sino en la historia de la literatura universal, el de esta mujer que no nació en cuna extraordinaria y, sin embargo, antes de publicar su primer libro, tiene por todos los países de su lengua mayor gloria hasta que algunos autores clásicos.
Su obra ya no puede juzgarse: es ella la que divide y clasifica. Los que la admiran son «personas que la entienden», quienes la niegan «personas que no la entienden». Y si alguien quiere situarse en un punto medio, poner reparos, hacer distingos, de uno y otro lado lo mirarán con desconfianza.
Antigua maestra rural, totalmente ignorada, la señorita Lucila Godoy enseñaba por entonces Gramática Castellana e Historia de la Edad Media en el Liceo de los Andes, y un rumor de leyenda refiere que no se presentó en el teatro a leer sus estrofas, porque no tenía cómo hacerlo en forma digna, y que habría presenciado su triunfo desde las galerías populares.
Dejemos a la tradición su poesía, más verdadera a veces que la realidad.
La «flor natural» atrajo sobre ella las miradas y todos sintieron curiosidad por esa mujer obscura, de personalidad fuerte y áspera, encina bravía que ocultaba celdillas de miel silvestre bajo la corteza. Le escribían cartas y ella contestaba en papel de oficio, con una letra enorme y palabras vehementes. Las revistas estudiantiles le pedían versos: ella no tenía ningún inconveniente en darlos. Amigos de otros tiempos, interrogados por recientes admiradores, recordaban que, en sus principios, leía mucho y hasta imitaba un poco a Vargas Vila, a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez; contaban sus luchas pedagógicas, su heroísmo para estudiar sola, contra un ambiente mezquino y hostil, en medio de pobrezas amargas; y de boca en boca corría la historia de su amor, el único y trágico. Aquel suicida era la sombra envenenada que la hacía cantar, la obsesión que le arrancaba del pecho esos gritos pasionales, ese ruego insistente, ese sollozo estremecedor.
Poco a poco su dolor fue ganando los corazones, y la figura de Gabriela Mistral tomaba relieve de medalla.
Los que confunden la crítica con la censura sistemática, los que buscan la pequeña mancha del cristal, desdeñando el paisaje que transparenta, encontrarán amplio campo donde lucir sus pequeñas habilidades. Podrán tacharla de obscura y retorcida, porque no siempre Gabriela Mistral logra aclarar su pensamiento y a veces sus lágrimas corren turbias. No es una exquisita, y desdeña, demasiado tal vez, los preceptos de la Retórica. Ella se llama a sí misma «bárbara» y sus predilecciones van hacia la Biblia, y dentro de la Biblia, el Antiguo Testamento, y dentro del Antiguo Testamento, el Libro de Job, no acepta en la literatura moderna el ejemplo de Francia, heredera de Grecia, sino la novela rusa, enorme y algo caótica, la complicación de las escuelas agrupadas en torno de Darío y las vaguedades panteísticas de Rabindranath Tagore y sus secuaces, más o menos teosóficos. No tiene seguro el gusto, como no lo tenían Shakespeare ni Víctor Hugo, y cuando retoca suele desmejorar su forma.
Para apreciarla, es necesario impregnarse en su atmósfera propia, no esperar de ella sino lo que puede dar, saber sus límites y no querer traspasarlos.